No habla mucho. Le gusta quedarse encima y ver el rostro de las personas que lo cargan. Tiende a sonreír al que le sonríe y le gusta que le hagan cosquillas. Le pregunto cómo ha estado, me mira fijamente y responde –bien-. Él sonríe a medio lado y en un par de segundos vuelve a abrazarme.
Al niño de orejas prominentes, lo lleva a todos lados Bertha Pérez, quien también pertenece a la etnia Wayuu, dispuso su hogar y decidió hacerse cargo mientras que él se recupera de una enfermedad que se lleva a más de 150 niños y niñas al año en La Guajira.
Bertha —sesenta y siete años— espera que Wilmer pueda ser un niño inteligente, y motivada por eso, cree firmemente que, si le enseña las vocales, el abecedario y los números, cuando Wilmer empiece a ir al colegio podrá adaptarse más fácil a los procesos de enseñanza.
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La primera vez que profesionales llegaron a la comunidad de Wilmer, quedaron sorprendidos con su tamaño: A pesar de ser un niño de siete años tiene el de uno de aproximadamente un año y medio. Es un niño cabizbajo -recuerda Nielcen Benítez, nutricionista del Banco de Alimentos- y la poca energía que tiene en su cuerpo la utiliza para caminar. Wilmer lleva puesto unos calzoncillos grises y blancos, sobresale su estómago inflado y su sonrisa caída. La piel pegada a los huesos además de la escabiosis o brote en su pecho y abdomen bajo indicaban su desnutrición crónica.
En la comunidad Witka, cerca de Manaure todo a su al rededor evoca miseria: los perros son más costillas que músculos, la ropa rota colgada entre alambres de púa, niños corriendo descalzos y escondiéndose del sol en una escaza enramada de cactus secos. En una choza de madera, CeciliaIpuana- madre de Wilmer- prende leña para cocinar chicha, una bebida de maíz que compone buena parte de su dieta. A su izquierda, está Seiver, sentado en la arena y atrás Liliana, de pie. Son los hermanos menores de Wilmer, mientras él se apoya de un palo que sostiene la choza, la madre retoma su quehacer: toma de un balde roto, un hilo azul, reposando su menuda figura en un bloque de palo, continúa tejiendo lo que parece ser una mochila.
—A veces compro arroz y frijol caraota —dice —la carne está cara.
A orillas del Caribe, en el punto más septentrional de América del Sur, curiosamente la escasez de agua potable, la pobreza y corrupción siguen haciendo estragos en el departamento. Allí los registros de muerte infantil por desnutrición hasta la semana 52 de 2024 por desnutrición fueron de cincuenta casos en niños y niñas menores de cinco años, según datos del Instituto Nacional de Salud –INS-.
Mientras los profesionales se dedican a pesar y tallar a los niños de la comunidad. A los que están bajo de peso, se les suministra Pumply’Nut, un suplemento dietario a base de maní, leche y soya que sirve para tratar la desnutrición.
—Le puedes dar uno diario. Eso a ellos les gusta. —Le aclara la nutricionista a una de las madres que tiene a su hija en bajo peso.
Ha pasado un poco más de dos horas, son las 4:00 de la tarde. El equipo de profesionales, recogen el peso, tallímetro y se alistan para partir, el motor del vehículo se enciende y se despiden de los niños y adultos, una madre responde hasta luego a las trabajadoras con un (“¡Ajá!”). Estando a unos pasos de abrir la puerta trasera de la camioneta, Wilmer aparece corriendo a tropezones mientras su rostro estaba cubierto de lágrimas. Con su cuerpo agitado por el sudor y lleno de arena por el polvo que subía del suelo, se anima a subir detrás de la nutricionista que se acomoda en el asiento.
—¿Por qué estás llorando? —Wilmer tranquiliza su llanto—¿Te quieres venir con nosotros? Le preguntó una de las profesionales— Entre tanto, Wilmer se limpia las lágrimas y mueve su cabeza de arriba abajo.
La madre de Wilmer—anonadada con la escena— caminó hacia la camioneta con sonrisa vergonzosa y mirada triste. Le pidió a Wilmer bajarse, sin embargo, Wilmer se encontraba aferrado a querer irse de Witka que las lágrimas nuevamente corrían por su rostro.
¿Cómo pudo haberse sentido la madre de Wilmer? ¿Será que le permitirá ir al hogar de paso para que se recupere?
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La vida de Wilmer ha cambiado en Popoya, así se llama la comunidad donde vive con Bertha. Allí, en una casa de ladrillos rojos y con amplio patio, recibe todos los días a niños que se benefician de una ración diaria de comida.
Junto a otras madres artesanas, se organizan para preparar los alimentos y servirles a los pequeños. —Hoy es arroz blanco, pollo guisado con papa y guineo. Le dice a una de ellas en su lengua nativa. Organizan las mesas y sillas y esperan a que lleguen los niños. El comedor, —aclara Bertha, —existe gracias a Banco de Hilos, un programa del Banco de Alimentos de La Guajira.
El programa dignifica el trabajo artesanal de las tejedoras a través de un encadenamiento productivo: Las artesanas son beneficiadas con hilo semilla, estos hilos se convierten en mochilas o tejidos wayuu. Así que, en lugar de malvender sus productos en la calle, los hacen llegar al programa y luego de un proceso de verificación del tejido: que cuente con las características y principios de calidad se les procede a retribuirles una parte en paquete alimentario, una parte en dinero y la otra parte, nuevamente en hilos para que sigan tejiendo. Los niños van llegando con sus madres, quienes, en un brazo, cargan a sus hijos y con el otro brazo, llevan bolsas y canecas donde posan sus mochilas. Otras, en sus delgados cuerpos esconden sus barrigas delicadas.
¿Cuántos meses tienes? —le pregunto mientras poso mi mano en su barriga— se ríe y responde siete meses—apartando su mirada. —
Viene saliendo de la cocina, la señora Bertha que nos avisa que ya van a servir. Los niños se acomodan inmediatamente en sus sillas, algunos hablan entre ellos, otros, al contrario, son callados, pero observan todo. Así como los niños de Popoya, hay otros 150 niños en comedores en los municipios de Riohacha, Uribia, Maicao y Manaure que reciben diariamente una ración diaria.
Aunque el programa tiene presencia en siete comunidades wayuu, los costos para el desplazamiento de los alimentos a estas comunidades representan un coste alto para continuar con la unidad productiva de estas madres tejedoras. Entre tanto, el Banco de Alimentos necesita de personas que quieran donar por una mochila o tejido para continuar con la misión de salvar vidas en el territorio.
Gracias a lo que yo hago —me comenta una de las madres artesanas— mis dos hijos hoy están comiendo bien. Antes, me daban 20.000 por una mochila, ahora aquí me siento conforme con los alimentos, la plata y los hilos para seguir trabajando. Además, mi hija de dos años come en el comedor.
—¿Qué haces con el paquete alimentario y la plata que se te entrega? —
—Les hago la comida y con la plata compro lo que me falta. Por lo menos, —aclara—he visto que Nataly, mi hija de 2 años, ha subido de peso porque la última vez que la pesaron, que fue ayer estaba en 8,7 kilos. Ya mis hijos tienen 3 meses y pico viniendo acá al comedor.
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Wilmer, aunque en la actualidad pronto cumplirá nueve años, aún parece un niño de dos años y medio. Los 14 puntos menos de coeficiente intelectual, los cinco años menos de escolaridad y 54% menos de ingreso en su vida adulta siguen siendo una amenaza para su vida. El hambre sigue jugando las suyas haciendo menos inteligentes a niños como él.
Fotografías: Banco de Alimentos de la Diócesis de Riohacha.