Por Lizeth Cáceres
Las Hermanas Capuchinas del Sagrado Corazón son una comunidad a la que muchos guajiros guardan profunda gratitud. Su historia en La Guajira comenzó en 1979, cuando tres religiosas llegaron con un propósito claro: llevar el mensaje del amor misericordioso de Dios a los más desprotegidos. Desde entonces, su presencia ha marcado la vida de varias generaciones. Adultos de la ciudad y de los corregimientos cercanos aún recuerdan haber pasado por alguna de las instituciones que levantó la congregación, creadas para brindar oportunidades a cientos de niños y niñas.
Los inicios no fueron sencillos. Instaladas en el convento de los padres capuchinos, comenzaron atendiendo a 150 pequeños en primera infancia. En pocos años, la cifra se duplicó y fue necesario buscar apoyo institucional. Así nació una alianza con el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), que permitió abrir una casa provisional para ampliar la cobertura. Esa primera sede se transformó en el Hogar Infantil Divina Pastora, construido gracias a donaciones de benefactores italianos y a los aportes del ICBF. Con el tiempo, el lugar llegó a recibir a más de 500 niños y niñas, creciendo año tras año.
La labor no se quedó en Riohacha. Las hermanas extendieron su misión a Dibulla, Camarones, La Punta, Las Flores, Palomino y Mingueo. Antes de 2005 ya habían logrado atender a más de 990 niños y niñas en distintas sedes.
Pero su tarea fue más allá de la educación y la alimentación. Su constante preocupación por los niños las llevó a tener hogares de paso, espacios donde cuidaban temporalmente a niños y jóvenes que lo necesitaban. Incluso llegaron a adoptar a pequeños en alta situación de vulnerabilidad, acompañándolos en su crecimiento y desarrollo integral: desde lo afectivo y espiritual hasta lo educativo y social.
Las Hermanas Capuchinas han sido un ejemplo vivo del llamado que Cristo hace a través de la vocación al servicio religioso. Su entrega refleja las virtudes evangélicas de la caridad, la humildad y la alegría, rasgos que han inspirado a nuevas generaciones. Hoy sigue siendo motivo de alegría ver que la semilla sembrada por ellas da fruto en tantas historias de vida que cambiaron gracias al “sí” de cada una.
Y aunque han sido muchas las religiosas que han llegado al territorio en más de 40 años de misión, se recuerda con especial cariño a la hermana Virginia (iniciadora de la construcción de iglesias y hogares infantiles), la hermana Celeste, la hermana Rosalinda, la hermana Marziana (Q.E.P.D.), la hermana Luz Esperanza y la hermana Carmela (Q.E.P.D), pues fueron ellas quienes permanecieron más tiempo y dejaron una huella profunda en el territorio. Sus nombres se mantienen vivos en la memoria de quienes compartieron con ellas momentos de formación, fe y esperanza.
La misión no se limitaba a las aulas o salones de clase. Las hermanas organizaban jornadas de salud, bienestar social y ayuda comunitaria que llegaban incluso a los rincones más golpeados por la violencia. En épocas navideñas, la alegría se multiplicaba con diferentes iniciativas, que les permitía repartir regalos y llenar de sonrisas a los niños guajiros. Pero no solo los beneficiados directos sintieron agradecimiento: también muchas familias de la región encontraron en ellas una fuente de empleo, pues al necesitar recursos humanos se fortalecía aún más la atención a los beneficiarios, aportando a la sostenibilidad y el talento humano del departamento.
Fueron una pieza fundamental para la Diócesis de Riohacha y para la Iglesia católica, pues con su esfuerzo impulsaron la construcción de numerosas iglesias e instituciones educativas que aún hoy siguen en funcionamiento. Su papel como sembradoras y obreras de la fe marcó no solo a los niños y familias beneficiadas, sino también a toda la Iglesia en La Guajira.
Se queda corto cualquier intento de resumir todo lo que hicieron por servir a esta tierra. Su pasión por amar al otro —que para ellas siempre fue Cristo— las llevó a dejar atrás a sus familias y ciudades de origen para adentrarse en una cultura completamente distinta a la suya, a la que aprendieron a conocer y amar profundamente.
Al buscar registros fotográficos, es la hermana Luz Esperanza quien me envía un reportaje del canal La Costa titulado ‘Hogar Infantil Divina Pastora’, en el que se recordaba cómo, en 2004, al cumplir 25 años de presencia en La Guajira, las capuchinas ya habían dejado claro que su obra era un verdadero legado de amor, paz y bien.
Durante más de cuatro décadas de servicio, las “Hermanitas”, como cariñosamente se les conoce, lograron atender a más de 20.000 niños y niñas guajiros, ahora muchos ya adultos, llevan en su historia la huella imborrable de haber sido bendecidos con la labor que ellas sagradamente hicieron. Hace poco menos de un año en obediencia a la Casa Madre Superiora, las hermanas partieron hacia distintos lugares de Colombia para continuar allí su misión de servicio y aunque físicamente ya no estén en La Guajira, su historia se palpa en las obras, en la fe sembrada y en el recuerdo agradecido de quienes recibieron su amor.
Sin duda, lo que hicieron en miles de guajiros no fue algo de paso. Muchos —como yo— podemos decir con gratitud y emoción: ¡Grazie, Hermanas!